Nuestros lectores viajeros

Carmen Curtido (Senegal)

 “Cuando los primeros colonizadores llegaron, a mediados del siglo XVII, a estas tierras africanas, preguntaron con gestos a dos pescadores cómo llamaban al lugar. Ellos, malinterpretándoles, respondieron que aquello era “Sunu Gal”: “nuestra canoa”. Y bajo el nombre de Senegal, los europeos trazaron una frontera que, a la vez, amalgamaba y separaba pueblos y culturas que dotan de carácter propio a las distintas zonas del Senegal actual: los wolof, etnia minoritaria enclavada en el estratégico Dakar; los errantes serere; el imperio mandinga, los bassari de las montañas o los habitantes del “granero de Senegal” o Baja Casamance: los diola.     

 Quien visite Senegal, debe dejar que Senegal le hable. Más allá de los desiertos del norte sembrados de baobabs, de la caótica Dakar –epicentro de ricos negocios y de pobreza extrema- y de la antigua capital colonial Saint Louise, a la que el paso de los años no ha perdonado. Más allá de la fértil tierra roja, la flora y fauna exuberantes o los manglares de la Casamance, la decadente Ziguinchor y la paradisíaca isla de Carabane; más allá de la imponente Reserva Natural de Nikolo Kova y del País Bassari. Y, por supuesto, más que las magníficas playas vírgenes y los exclusivos clubes del turístico Cap Skirring.

 Senegal es un crisol de culturas y religiones que conviven en paz y armonía; un lugar donde las personas afrontan el día a día gracias a la solidaridad y el apoyo mutuos; un sembrado de humildes poblados en los que los niños diolas aún se sorprenden ante la presencia de “lulums” (blancos) y en el que, a pesar del vergonzoso pasado esclavista de los europeos –del que da testimonio la espeluznante Casa de los Esclavos de la Isla de Goree- te tratan como a uno más.

 Viajar a los poblados más inhóspitos de los diola es, en cierto modo, como viajar en el tiempo. Aún funciona la “tontina”; se reparten las tierras equitativamente; cualquiera que tenga hambre puede coger un exquisito mango directamente del árbol o, simplemente, observar cómo el ciclo natural sigue su curso desde alguna de las típicas casas “Impluvium” autogestionadas por los propios habitantes de la aldea.

 En definitiva, Senegal es uno de esos viajes que transforman y calan hondo en el corazón. Una experiencia que difícilmente podrás olvidar”. 

 

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