Reportajes

Petra, 200 años perfumando de aventura el desierto jordano

Única y enigmática, la solitaria Rosa del Desierto, acude puntual y paciente a su cita diaria con las hordas de turistas que embelesados recorren sus calles repletas de arena. Y mientras el viento sopla y el sol arrecia, los viajeros, incapaces de luchar contra los elementos, se sienten por un día aventureros de película.


Y aunque para muchos la culpa fue de Indiana Jones, decidido a utilizar su extraordinario Tesoro como escenario de La última cruzada, lo cierto es que de no haber sido por la astucia del arqueólogo suizo Johann Ludwig Burckardt es posible que hoy no supiéramos nada de una de las nuevas Siete Maravillas del Mundo.

Así guarda el desierto sus secretos. Inexpugnablemente. Pero aquel Abril de 1812, justo hace doscientos años, el arqueólogo Ludwig abrió una grieta en el destino y disfrazado de jeque árabe, burló la resistencia beduina para poder maravillarse, aunque fuera en silencio y tapado por un velo, de un enclave que por muchas vueltas que se le de, es único en el mundo. Al menos en este.

El arrollador magnetismo de Petra se respira desde el inicio del desfiladero –el Siq– que permite adentrarse en la ciudad nabatea tras dos kilómetros de angosto paso entre piedras. Aquí es dónde podemos comenzar a apreciar la magnitud de nuestra visita. Algunas de estas paredes naturales alcanzan los cien metros de alto y aunque en ocasiones casi tenemos la ilusión de alargar los brazos y tocar ambos extremos, es sólo es una ilusión, un espejismo que multiplica la magia si accedemos de noche, con el camino sembrado de velas.

A la mañana siguiente, cuando la luz casi cegadora del desierto ilumine el Tesoro -el monumento más visitado de Jordania- comprobaremos que el embrujo no tenía nada que ver con la palpitante luz de las velas. Es la piedra la que lo destila y por eso nos espera una jornada llena de aventuras.

La primera intentar abarcar con la vista desde una postura cómoda la fachada del Tesoro, el bautismo de fuego de todo viajero que ponga sus pies en Petra. Una vez asimilada su extraña belleza nos queda toda una ciudad por recorrer. Establecida según algunos historiadores en el 312 a.d.C en esta fecha tampoco se acaban de poner de acuerdo, lo que si queda claro es que fue construida por los nabateos, una tribu árabe que rivaliza en esplendor arquitectónico con egipcios y romanos.

Construida para controlar el paso de las caravanas que venían de Oriente son muchos los añadidos que los años y la historia han querido regalarle. Conquistada por los romanos en el siglo I su huella queda reflejada en su magnífico teatro o en la Avenida de las Columnas, el Cardo Máximo. Pero los enigmas se multiplican, si los edificios romanos tienen razón de ser, no ocurre lo mismo con las épicas construcciones nabateas, como el Altar del Sacrificio o el Deir o Monasterio. ¿Cuál era su propósito? ¿Para qué o quien servían? A fecha de hoy sigue siendo un misterio, uno más de los muchos que guarda Petra.

Inmune al trasiego de viajeros, beduinos, camellos, y burros la rosa del desierto sigue en pie, desafiando al viento que descascarilla su belleza arenisca a diario, impertérrita ante los millones de retratos que hacen volar su imagen por el mundo, ajena a los honores que le rinden nuestras palabras. Pero tanta indiferencia tiene truco: Petra nos ha ganado a todos. Ha sabido perfumarnos el alma de aventura, y eso, no tiene precio.

María Bayón

 

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