En voz alta / Reportajes

Las habitaciones de los hoteles

Por Andrés Aberasturi

Me preguntaba anoche, solo en la soledad de la habitación del hotel, qué cosas realmente me puedo preguntar a estas alturas.
Es lo que tienen las habitaciones de los hoteles: que hacen que la soledad se multiplique y que en la otra parte de la cama enorme, las reflexiones trascendentes tomen al asalto el lugar que debería ocupar un cuerpo tibio, una respiración pausada, un olor –no un perfume- que nos de confianza y hasta posiblemente un poquito de paz.

Parador de Aiguablava

Parador de Aiguablava

Pero las habitaciones de los hoteles no son el lugar más propicio para hacerse preguntas trascendentes. O sí. Porque allí todo tiene una cierta vocación de provisionalidad que se parece mucho a la vida. Llegas, tomas posesión, colocas de cualquier manera las camisas, vacías los bolsillos desperdigando las monedas, las gafas, unos folios en blanco, las llaves y, sobre todo, el billete de vuelta. Y es justamente eso, el billete de vuelta, lo más metafórico de todo. Porque el de ida, el que ponía Madrid–Valencia por ejemplo, el que anunciaba el comienzo de la aventura, ya no sirve para nada, está usado, ya hemos llegado aquí y sólo es válido ese otro trocito de papel que nos asegura el regreso a lo cotidiano, al pequeño círculo de confort mil veces conocido y que pone el punto final a tres días/dos noches que nunca son dos días cualquiera. No hay que hacerse grandes preguntas en las habitaciones de los hoteles porque, salvando las distancias, esos tres días/dos noches, son lo más parecido a la vida.

Parador de Aiguablava

Parador de Aiguablava

Pero, pese a todo, la habitación del hotel resulta indispensable. Poca cosas más desoladoras que estar en una ciudad sin un lugar en el que refugiarte, sin un sitio al que ir que puedas decir que es tuyo aunque sean tres días/ dos noches. Dejas el hotel por la mañana y esperas porque el regreso está previsto para casi la noche. Y entonces te conviertes en un paria, un sin-techo, un hombre que camina sin sentido por unas calles que te son ajenas en una ciudad que ni conoces. Me pasó en Milán y ni siquiera sentado frente a un café en una terraza, me quitaba esa sensación de no pertenecer a aquel paisaje. ¿Dónde voy? ¿Quién me recoge? Faltan seis hora para regresar y estoy cansado y sólo. Soy un insecto abandonado y desconocido, un eremita sin cueva, un estilita sin columna, un japonés sin cámara. Cómo echo de menos la acogedora habitación del hotel con las camisas colocadas de cualquier manera. Aunque no esté allí, aunque ni piense volver a la habitación del hotel, quiero saber que existe. Quiero un techo, lo necesito, da igual que sea provisional, pero lo quiero no para mi cuerpo sino para mi alma.

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