Hoy su bicicleta no era ese cometa que deja una estela de polvo tras de sí. Venía por el camino, despacio, casi paseando, y poco antes del faro, en la curva donde el sendero parece querer despeñarse por los acantilados, se ha parado. Lo he visto quitar una bolsa que traía en su manillar y dejar la bicicleta caer al suelo. Después ha mirado a un lado y otro, como buscando algo, se ha acercado peligrosamente al abismo y ha seguido mirando.
Es peligroso el sitio y he salido para acercarme hasta él, pero no he tenido tiempo de llegar: Al salir del faro el chaval estaba llegando a la puerta. –Hola farero- me ha dicho, serio, sin esa alegría que se le escapa por los ojos y le baña toda la cara como si de una fuente con dos caños negros se tratara. Me ha tranquilizado verlo aquí, lejos del acantilado, pero me ha preocupado su tristeza. -¿Qué llevas en esa bolsa?- Miguelito ha alzado su mano hasta dejar lo que sostiene a la altura de su cara. –Un pájaro; bueno, una jaula y dentro un pájaro.
Se fue mi mano sola a su cabeza, bajó igual de sola hasta su cuello y, con un leve empujoncillo, lo he invitado a entrar al faro. Le gusta a este crío subir a donde la linterna, ver los cristales, la lámpara, salir al balcón y ver el mar, la costa, las gaviotas volando unas veces, detenidas en el aire otras. Ha roto la bolsa y ha dejado al descubierto una jaula pequeña y, dentro, un pajarillo nervioso y asustado. –Se le ha derramado el agua y la comida, y eso que he venido despacio.
Hemos dejado al pajarillo en la salita de abajo y hemos subido a ver el mar, pero él sólo miraba a las gaviotas que volaban delante de nosotros. Se ha sentado en el suelo y se ha recogido sobre sí mismo, abrazando sus piernas. -¿A dónde vas con el pájaro?
Casi sin mirarme me ha contado su tragedia. –Mi padre dice que los pájaros no han nacido para estar enjaulados, que hay que dejarlos volar. Me ha dicho que cuando vuelva esta noche no quiere ver el pájaro en la jaula, que tengo que soltarlo.
Ha seguido el chiquillo contándome que lo tiene desde hace tres semanas, que lo quiere y que no quiere soltarlo, pero si no lo hace él lo hará su padre, y lo hará en el pueblo, de noche. Teme Miguelito que el pobre animal no sea capaz de volar, que sea alimento para algún gato, que otros chavales lo cojan… por eso ha venido tan lejos a dejarlo libre, pero no puede, le cuesta, sabe que es lo mejor para el pájaro, pero lo quiere, y quiere tenerlo cerca.
No he querido convencerlo, yo no entiendo de niños, pero lo entiendo a él, comprendo que no quiera ver como se aleja algo que quiere, aunque sepa que es bueno; somos egoístas por naturaleza, incluso cuando queremos y amamos, pero amar es querer lo mejor para el otro, aunque eso no sea bueno para nosotros, aunque nos haga daño. A veces creemos que queremos, pero sólo nos queremos a nosotros mismos. Sé que debe soltarlo, pero no sé cómo decírselo.
Se ha levantado y ha bajado corriendo por las escaleras. He oído cómo subía despacio, como si le pesaran los escalones, pero no es la escalera lo que le pesa, es el final, es lo que tendrá que hacer cuando termine de subirla. Lo veo aparecer, con la jaula en las manos y la tristeza en los ojos. Me la acerca, -Toma, farero, suéltalo tú- Sé que no es un detalle que tiene conmigo, es sencillamente que él no quiere ni puede hacerlo, pero sabe que ha de volver con esa jaula vacía.
La he abierto, pero el pobre pajarillo está asustado, arrinconado junto al bebedero vacío. He metido mi mano, se asusta más aun, revoletea; al final, acorralado, se deja atrapar. No sabe que va a ser libre, que este miedo que está pasando no es más que un tránsito doloroso e inevitable hacia su libertad. He dejado la jaula vacía en el suelo y los tres nos hemos acercado a la barandilla. Los ojos de Miguelito miraban la cárcel, minúscula y temporal, que eran ahora mis manos. –Cuando tú me digas lo suelto- Pero el chaval no me ha dicho nada, me ha mirado, ha pintado una leve sonrisa en su rostro y ha acercado sus manos a las mías. Con una delicadeza de niño las ha abierto levemente, lo preciso para verlo, lo justo para que no se escapara todavía. Se ha colado un dedo suyo entre mis manos y ha acariciado la cabecita del pájaro. Era un adiós, un beso, un abrazo, un “te quiero”. Una leve presión de su mano ha sido la señal, he abierto las mías y el pájaro ha salido volando, sin rumbo, huyendo de sus jaulas. Lo hemos visto alejarse camino de los campos, lo hemos perdido de vista al poco tiempo.
La cara del niño es un amanecer donde se juntan la luz de su alegría y las tinieblas de su pena. Ha vuelto a mirar las gaviotas, ha cogido la jaula, ya vacía, y me ha mirado, sonriente, a los ojos. –Farero, ¿tienes zumo?
Francisco García Martínez, autor del libro “En la soledad del faro”